«Cero tolerancia a las colas», han recomendado algunos altos funcionarios del gobierno. ¿Cómo se puede interpretar esa disposición?, porque en el seno y lento transcurrir de las colas se escuchan y plantean innumerables ideas, pensares y sentimientos y, cuando se está bajo el sol «que raja la cabeza», o la lluvia, paso tras paso maquina la mente humana, paso tras paso se entremezclan ideas y, en las conversaciones, con el colateral, surgen explicaciones, se buscan las razones, el porqué, y se piensa, se piensa y se piensa. La suma de todo este proceso, al final, arroja un resultado: ¿tolerancia, conformismo, sumisión, acostumbramiento, miedo? Son los valores, la cultura dominante, lo que producirá el resultado. La conciencia civil debe buscar, siempre, como referencia la verdad de las cosas; si la democracia
o los gobernantes niegan esa dependencia de la verdad, entonces, también pueden considerarse permisibles el atropello, la insensibilidad, el «hacerse de la vista gorda». La tolerancia no puede convertirse en una indiferencia, porque esa neutralidad es perjudicial al desarrollo humano, a la necesaria y conveniente participación de la ciudadanía en los destinos del país; no se puede dejar en mano de unos pocos o de una agrupación las riendas de una nación, ni siquiera en las manos de los que creamos son los mejores. La indiferencia es, igualmente, no deseable, es ausentarse del deber, entregar los derechos y dejar de cumplir con las obligaciones que el simple hecho de nacer en un país lo impone, linda casi con la traición, pues la familia, las generaciones futuras, la vida común de los ciudadanos, lo determina como un asunto congénito y obligante. La insensibilidad es una patología, una enfermedad del alma, una frialdad de muerto que desdice de la propia existencia del que la padece. El acostumbramiento es una manera de domesticación, como el animal que hace lo mismo para no llamar la atención del amo, del patrón, que ni le mira. Por eso las tiranías y las dictaduras están plagadas de miserables «acostumbrados». Entonces es necesaria una dosis de racional inconformismo, es una conducta moral y patriótica el oponerse a la injusticia, a la violación de los derechos humanos, el hacer todo lo pertinente para que se nos respete, y se conserve lo que nos pertenece, la paz, la cultura, la salud, la familia, la vida, la Patria, los valores históricos ciertos. Cuando así no lo hacemos, cuando así no ocurre, muchas veces sin saberlo, nos hundimos más y más en la sórdida esclavitud de vicio correspondiente o del atropello que nos imponen.
Hemos escuchado el malestar de los inconformes. Hemos compartido los razonamientos «de los sinrazones». Sopesamos la amargura de las madres, de los padres, que en largas colas imploran un pote de leche, un paquete de pañales, un medicamento que no se encuentra, y hemos observado la rabia que se refugia en el corazón cuando un funcionario, un guardia o un policía, abusa de la autoridad que le hemos delegado para que cumpla deberes y no atropellos; peor es la indigestión del alma cuando se asesina, se le vuelan los sesos a alguien, inclusive a un niño, porque no es sumiso, tolerante, porque reclama sus derechos y quiere una patria mejor, mucho más decente, con menos podredumbres. ¡En los grados más bajos de la miseria, de la pobreza, de la expresión y la voluntad humana la necesidad nos encadena; en los más altos nos unen la Justicia y la Libertad!
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