La verdad como noción filosófica es una categoría dura de analizar, ya que intervienen en su concepción una serie de variables que la elevan a cimas insospechadas de complejidad hermenéutica. Con la pérdida de la razón moderna esa misma cuestión nos interpela, ya no sólo desde lo ontológico y personal, sino fundamentalmente desde lo colectivo, para hacer de su percepción un verdadero caleidoscopio, con todas las connotaciones en el orden de lo fáctico. Entramos de manera no deliberada a un período de latencia argumental, a un limbo epocal, que nos impele a mirar a los fenómenos, ya no desde la certeza de tener la “razón” en nuestras manos, y con ella la definición clara de lo humano y lo divino, sino con la incertidumbre de quien yace en medio de la nada, del vacío escatológico, para lanzarse día a día a la batalla por las ideas e ir así construyendo el andamiaje de aquello que pudiera tener para él algún significado desde lo trascedente.
La verdad ya no es la verdad. Hoy la hemos puesto entre signos de interrogación para interpelarla en su cruda literalidad, y hacer de ella una mera categoría transitoria y lingüística, que se construye así misma en la medida que vemos cómo se oculta ante nuestros ojos aquello que intentamos desvelar desde la razón. Pero la razón de nada nos sirve si responde también al escepticismo que cunde por doquier; al desencanto que se ha apoderado de nuestra existencia para hacer de nosotros meros espectadores de una “realidad” que ha perdido su norte y su congruencia. El quiebre de la promesa de redención civilizatoria mediante la razón tecnológica (el progreso) ya no nos basta como excusa posmoderna, cuando un nihilismo feroz busca asirse en medio de nosotros para convertirnos en carne de cañón de todo aquello que escapa al dominio de lo humano.
Hoy la verdad es tan sólo una mera excusa para la burda manipulación con fines deleznables y oscuros, porque su otrora carácter de irrefutable y de permanencia se ha perdido, quizá para siempre. En dónde anida la verdad: ¿Acaso en los libros sagrados? ¿En la infalibilidad papal? ¿En una carta magna? ¿En la “autoridad” de un emperador, de un rey, de un primer ministro, de un presidente o de un dictador? ¿En la tecno-ciencia del investigador? ¿En la arrogancia y frivolidad de una luminaria del espectáculo? ¿En la estentórea voz de un intelectual o de un autor? ¿En el “saber” acotado y sesgado de un especialista? ¿En la vapuleada cátedra universitaria? ¿En un tribunal de “justicia”? ¿En una página Web? ¿En las redes sociales? ¿En la menguada auctoritas de un padre o de una madre de familia?
Si para el hombre y la mujer posmodernos Dios ha muerto, ya nada tiene sentido. Ha comenzado, por tanto (tal vez desde las últimas cinco o seis décadas), un nuevo período de re-construcción de referentes ontológicos, de señuelos que intenten anclajes con una novísima “razón”, que podría ser la “sinrazón”, la “no-razón” o la “a-razón”. De allí nuestra tribulación; de allí estos tiempos nublados; de allí nuestro desasosiego existencial y la sensación de vacío en todos los órdenes del acontecer, y de estar cayendo más y más, minuto a minuto, en la oscuridad del abismo planetario. Pero no todo es “incierto” ni oscuro, ya que nos queda la magnífica posibilidad generacional (de una o varias cohortes, dependerá de la velocidad de su prosecución) de la puesta en duda de lo establecido (la duda de la duda se plantea la complejidad), de los referentes societales y civilizatorios, y de erigir un nuevo orden humano (social, político, religioso, económico y ecológico), de levantar un mundo a la medida de nuestras interrogantes, y de nuestros más caros anhelos.
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