La información encasillada

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No hay razón para hurgar en los vericuetos de la historia de la información, y darse por enterado que ésta viene torcida desde sus raíces. Una estimación muy sencilla tendría que ver con las mentiras, dimes y diretes, atajos al correr ve y dile y que dos más dos no son cuatro y que la información está cuando el hombre muerde al perro y no lo contrario. El hecho noticioso se da «bueno» cuando el trasmisor la califica y el receptor la considera «mala». Al parecer se trata de una apreciación que entra en la vagancia del lenguaje y el irrespeto al ávido lector que tertulia cuando nota el sesgo que se utilizó para estar bien con «Dios y con el Diablo». Tergiversar, lo que transcribe el DRAE: «torcer las razones o argumentos, las palabras de un dicho, o de un texto, la interpretación de ellos, o las relaciones de los hechos y sus circunstancias».


Mil ciento un libros se han escrito sobre métodos de estudios de la comunicación, sus formas y el arte para ser periodista. Leyes, tratados, ordenanzas, códigos, escuelas y un legajo de interpretación jurídica existen en procura y defensa de esa libertad que tiene todo ser humano de estar enterado públicamente de lo que acontece a su alrededor. En cualquier parte del mundo el periodista se hacía en la calle, se esculpía en la sala de redacción y en los talleres de imprenta para pulir la fuente primaria de cualquier noticia; vinieron luego las reuniones de formación, la escuela propiamente dicha por aquello de la academia. Más tarde entrando la conversión tecnológica se cambió a Comunicador Social y un agregado en dictadura que se conoce como comunicador comunitario al servicio rastrero del régimen; válgase algo así, como comunicadores cooperantes.

Sin el extremismo petulante del converso adjetivo, hay comunicadores de izquierda y derecha, traficantes de información y asalariados atados a la mano que le da de comer pendientes del panzón comerciante que vio en el impreso, la radio y la televisión, la oportunidad de engrosar sus fuentes financieras.

Se conoce lo difícil de ejercer un oficio riesgoso cuando se tiene el cerebro como única arma y la distancia que separa al hombre de los vaivenes de la vida. La ecuanimidad juntilla al relato por la radiografía del ambiente, donde la mordacidad no obstaculice el parto de la información para formar la opinión requerida por lo fugaz del tratamiento noticioso; no se trata de convenir con el patrón que dé importancia tiene la verdad que necesita el interesado por la realidad de lo acontecido. La censura no debe poner en roma la punta del grafito o equivocarse en el pulse de la tecla, es el compromiso con la verdad, el interés supremo que debe manejarse con responsabilidad ciudadana.

Vamos a sacar el grano de la vaina. Es como para creerse que el comunicador es un vendido a la derecha más reaccionaria y cruel o a la izquierda recalcitrante. Que el comunicador se desmemorize por aceptar la saña roja que circula la nota que no le agrada al censor o el otro que memoriza el tratamiento veraz del sentido contenido que permite la nota real de los hechos narrados. Lo más primordial para un periodista, en toda caso, es el respeto que debe tener consigo mismo por la responsabilidad que lo signa como el que más defensor de los derechos y deberes del hombre en sociedad. La censura también es un crimen contra la libertad de pensamiento y una manera de silenciar las voces que no se afinan a la petulancia del gobierno de turno.

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