Los venezolanos

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“Venezuela es lo máximo, y los venezolanos, gente especial”. Eso decía un octogenario que compartía el acostumbrado café de la tarde con unos amigos. Repetía constantemente la anécdota de que, cuando llegó a Venezuela como inmigrante indocumentado en los años cincuenta, fue detenido por la policía mientras deambulaba por el centro de Caracas.

Al contarles que había ingresado ilegalmente al país huyendo del hambre europea, los funcionarios, en vez de detenerlo, le dijeron: «Váyase».

Ese hecho, a su juicio, marcó toda su vida, pues se arraigó en Venezuela, se casó con una venezolana, fundó una familia y unas empresas muy prósperas. Ahora, siendo un abuelo feliz, lo único que lamenta es no saber quiénes fueron aquellos policías que generosamente lo perdonaron.

Sobre esa especial generosidad del venezolano, hay numerosas anécdotas, pero además hay pequeños detalles que lo hacen diferente. Por ejemplo, el venezolano es un conversador que se acerca a amigos o desconocidos para compartir hasta las cosas más íntimas de su vida.

En una oportunidad, estaba sentado en la sección de atención al cliente de una entidad bancaria y, de repente, la señora que estaba a mi lado me dijo: «¿Usted sabe en cuánto me salió el colesterol? En 450. Y lo peor es que también me salió el azúcar alta». Y empezó a explicarme sus males, a pesar de que nunca me había visto ni sabía quién era yo. Lo mismo me ha ocurrido en muchas otras ocasiones. Bajaba en el ascensor y entró una persona desconocida con cara amargada, y después de saludar, me dijo: «Mi hijo me tiene palo abajo. Ahora quiere 70 dólares para comprar unos zapatos de trote».

Además de estas curiosidades, la gentileza cotidiana de algunos venezolanos o venezolanas luce extraña para los extranjeros. La esposa de un amigo que vino con su esposo de España a cumplir compromisos de trabajo me dijo un día, con cierta preocupación: «Las cajeras del supermercado le dicen ‘mi vida’ y ‘mi amor’ a Francisco». Le aclaré que eso no era nada malo, que en Venezuela, era una cariñosa fórmula de cortesía que usaban con todo el mundo. A lo que ella replicó, sin mucho convencimiento: «Bueno, que la usen con sus maridos”.

No voy a caer en el exceso de decir que los venezolanos son los mejores del mundo, pero lo que es indiscutible es que la cotidianidad venezolana es distinta. Caminaba con mi cuñado por una conocida avenida del sur de la Florida, repleta de caminantes y trotadores, y al rato me comentó: «¿Te das cuenta de que aquí nadie saluda? A veces ni te ven la cara; les llaman más la atención los perros que las otras personas».

Es cierto. A cualquier madrugador de estas tierras que salga a caminar por calles o parques de su región le es muy difícil pasar al lado de alguien que, por lo menos, no diga «Buenos días». Es más, los caminantes veteranos siempre agregan algo más al «buenos días» o «¿cómo está?». A veces dan algún consejo sobre la manera correcta de hacer ejercicios o cualquier otra cosa que se les ocurra.

En fin, como dice la canción: en el mundo siempre habrá buena gente y mala gente, y cada quien, de acuerdo con sus circunstancias, es diferente, porque solo en Un mundo feliz de Aldous Huxley los humanos son copias que no se diferencian unos de otros. De lo que no queda duda es de que los habitantes de este terruño llamado Venezuela tienen una manera de ser muy particular, e inclusive creativa, que en muchas ocasiones se convierte en vitamina para la existencia.

José Carlos Blanco 

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