Es esa época del año. Van llegando, de a poquito. Primero las pioneras, casi imperceptibles; luego la vanguardia, que augura el pronto arribo de cientos de miles de ellas. Tengo la inmensa suerte de vivir en una casita frente al mar en Margarita que, por alguna razón científica que desconozco (y no quiero conocer), les gusta para realizar su festival de belleza silente. Miles o cientos de miles pintan la escena de amarillo. Y me recuerdan lo efímero de la felicidad y de cuánto estúpidos somos al no entender que «la vida es sueño».
Me enseñan mucho. Me traen memorias de mi infancia en Maracaibo, con mis hermanos y primos. Me hacen respirar y parar un minuto en el vértigo idiota cargado de angustias. Me apuntan que recuerde que la vida es sueño pero también aventura, y lucha, y conjunto, y rutina, y sencillez. Que los pedantes son tontos y los arbitrarios nada más que necios patéticos.
Camino y me acompañan. Hacen que piense mejor, con calma, descartando la rabia a la que demasiadas veces le doy permiso para agobiarme. Porque necesitamos reflexionar. Tanto como el oxígeno. Camino casi todos los días. A solas. En un silencio que interrumpo a raticos para saludar a vecinos que encuentro a mi paso y a quienes la desesperación se les ha instalado en la cotidianidad. Cada día por media hora entiendo mejor los dolores que padecemos. Este absurdo poblado de incertidumbres. Somos víctimas.
Todos. Aun los que piensan que se han salvado del revolcón y la debacle. Sólo que algunos sufren más que otros, los que no toman las medicinas que necesitan, los que se van a la cama con el dolor de un cuerpo que no comió, los que duermen en el piso para intentar esquivar esas balas que suenan toda la noche, los que tienen que humillarse para poder optar a una bolsita de comida, los que han perdido toda esperanza.
Esos sufren mucho más que yo. Porque yo, realista por diseño (que no una optimista aprendida), sé que los venezolanos de bien no somos una raza en extinción. Sé, no sólo que somos más que los malos, sino que somos mejores. Mejores sin petulancia, que es como se es mejor. Mejores con capacidad de renuncia y solidaridad. Mejores porque nosotros lo entendemos como que el país somos todos nosotros. Mejores porque estamos dispuestos a ayudar al desvalido y entendemos que Venezuela es un país para querer al que unos pocos convirtieron en un gigantesco campo de concentración para explotarlo y desangrarlo. Las mariposas amarillas llegan. Son una metáfora. Bellas, dulces, civilizadas, poderosas.
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