Pedro León

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Lo pasamos buscando por Las Palmas para ir a la inauguración de una exposición de su compañero Orlando Urdaneta en Los Palos Grandes. Hicimos el trayecto en silencio, poniendo, él y nosotros, especial cuidado en las palabras. Al llevarlo de regreso con Mara, su entrañable compañera, de pronto no resistimos y comenzamos a soltar a borbotones lo que nos acuciaba, a él y a nosotros: ¿qué piensan de lo que nos está pasando?
Soltamos la carcajada. Él había agudizado su discreción, creyendo que éramos chavistas, exactamente lo que nosotros sospechábamos de él y de Mara. Y resultamos ser furibundos opositores de la primerísima hora. «No me digan» – comenzó a hilvanar su historia – «que el día del golpe llegó una loca a la panadería de la esquina gritando que había renacido Bolívar. Me tuve que contener para respetar al prójimo».
Nos devolvió el alma al cuerpo. Toda una vida juntos, en la izquierda venezolana, él y Soledad librando una batalla incansable en contra de las dictaduras del Cono Sur, a favor del pueblo chileno – ese de los malagradecidos -, reuniendo fondos para los exiliados, ella cantándole por el mundo a Salvador Allende esa hermosa elegía de Pablo Milanés «qué soledad tan sola te inundaba, en el momento en que tus personales amigos de la vida y de la muerte te rodeaban» y él dibujando maravillosos afiches con la paloma de la paz sobre la tricolor sureña con su estrella solitaria. «Chile, quien podrá olvidarte, Juan Panadero de España te cantará en todas partes…». Eran parte de esa entrañable tribu de la cultura venezolana, socialista y decente, democrática y decente, libertaria y decente, incorruptible y decente, sacrificada, idealista y voluntariosa, democrática y popular hasta la médula de los huesos. Con Miguel Otero Silva y María Teresa Castillo a la cabeza, acompañados por Jacobo Borges, por Margot Benacerraf y todos los actores y actrices, cineastas, teatreros, pintores, escultores que creían en la justicia, generosos y desinteresados. Y unos políticos socialistas hasta el hueso, incluso amantes y admiradores de la revolución cubana, que antes de robarse un centavo del tesoro público o cometer un delito contra los pobres se amputaban los brazos, como Pompeyo Márquez, Luis Beltrán Prieto Figueroa, Teodoro Petkoff, Américo Martín, Moisés Moleiro y tantos y tantos otros, que la lista no cabría en estas páginas. En esa lucha por la libertad y la democracia siempre acompañados con generosidad y desprendimiento por adecos, copeyanos y masistas. De esos tiempos en que nosotros, como nos lo acaba de recordar Claudio Nazoa, uno de los más jóvenes miembros de la tribu y legítimo heredero del Pedro León Zapata humorista, como Laureano Márquez y Rolando Salazar, «éramos felices y no lo sabíamos».
¿Cómo alguien de ese talante hubiera podido apoyar la felonía de un golpe de Estado sangriento, a mano armada, surgida del trasfondo de la adormecida barbarie cuartelera, atropellando civiles y asesinando inocentes, de un asalto a la Constitución, de un asomo de tiranía y un deslave de corrupción como jamás se hubiera visto en los quinientos años de historia latinoamericana? ¿Cómo no iba a sembrar de grandes caricaturistas un país que ha sabido reír como ningún otro en el mundo y que hoy lo estarán llorando, como Rayma, Weil, Edo y todos los que siguen su ejemplo libertario?
Volvimos a vernos. Él recibiendo con su habitual bonhomía, su deslumbrante talento, su incomparable uso del idioma que en sus labios relucía como recién bruñido. Irónico y fino, sorprendente y luminoso, divertido y entusiasta, con esa reserva de los grandes que miran el mundo desde su solitaria atalaya, compasivo y generoso.
Su pérdida es irreparable. Otro grande que se nos va bajo un cielo cubierto de espesos y amenazantes nubarrones. Nuestra pesada deuda con su genio, su arte y su figura sólo será saldada cuando sobre su tierra vuelva a brillar el sol de la Libertad.

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