Desde Aristóteles—regímenes políticos virtuosos y degenerados—pasando por la Rusia del siglo XIX—movimiento Narodnichestivo: pueblo—y luego a partir del siglo XX cuando florece la «defensa de los intereses del pueblo» se ha venido sucediendo una degeneración de la democracia donde convergen demagogia y populismo. La demagogia apela a las emociones y halagos, incentivando las pasiones y los miedos en aras de ganar apoyo popular haciendo uso de la retórica basada en promesas aparentemente válidas, que luego muestran un bajo cumplimiento y resultados mayormente simplistas; mientras que el populismo se corresponde con una democracia no responsable caracterizada por una atención al «pueblo»—no a todos los gobernados—con ofertas que se traducen en una distribución complaciente del ingreso nacional en procura de conseguir favores electorales para alcanzar el poder—y luego preservar la hegemonía política—con la intención subyacente de destruir el capitalismo, induciendo en el colectivo menos favorecido socialmente la imaginación que llegarán al poder ¡derrotando a la oligarquía!.
La dinámica política-partidista, se «anima» en un ambiente polarizado entre el conflicto y el consenso creándose las condiciones para la aparición del populismo como una adulteración de la democracia, que implícitamente alienta la percepción sobre el «líder necesario» en un escenario donde estratégicamente se fomenta la confrontación interna al tiempo de desviar la atención ciudadana hacia las «deudas de la democracia» para hacer prevalecer la figura de ese líder que, señalan, encarna la verdad única y por ende debe afianzarse en la voluntad del pueblo ya que es el predestinado para mejorar la condición social de la gente hasta devolverles la dignidad que sienten les han quitado, para luego hacerlos sentir socialmente importantes. Al populismo, lo hacen ver como una necesidad que emerge como consecuencia de un supuesto fracaso de las instituciones democráticas existentes, que se han desestabilizado en razón, sostienen, al agotamiento de los partidos políticos tradicionales induciendo en simultaneo la antipolitica—antipartidismo—y la incertidumbre la cual, afirman, solo puede reducirse con el accionar de un líder carismático que impulse la vinculación emocional entre el líder (agente fundamental del populismo) y la voluntad del pueblo (sujeto pasivo), quien actuará para entregarle el poder al pueblo a la luz de la construcción de un nuevo orden social incluida, de ser necesario, la aprobación de una nueva Constitución.
El líder populista, hará «conocer» su pretensión de satisfacer las «aspiraciones del proletariado»—no de la globalidad de los gobernados– haciendo frente a los obstáculos, restándole importancia al costo de los recursos para «alcanzarlas»; o lo que es lo mismo sin saber—ni le interesa saberlo—cuánto cuesta lo que piden, al extremo de perfilar una sociedad de muchos ciudadanos con derechos pero ¡sin deberes¡ y poco dados a desatar su energía productiva, hasta convertir el empleo público y las pensiones en la figura moderna de la «justicia social».
El populismo, en lo político es un régimen autoritario y en lo económico asume un «modelo» centrado en el mercado interno en presencia de un aparato productivo anti exportador que se desenvuelve en el marco de una cúpula burocrática marcadamente corrupta que arrastra a cualquier país más allá de una crisis hasta llevarlo a una decadencia económica en marcha hacia la pobreza ante la ausencia de generación de riqueza como consecuencia de una insignificante acumulación de capital; con el agravante que tal distorsionado modelo sólo «funciona» cuando existe un alto nivel de ingreso nacional resultante del trabajo creador, distinto a una irresponsable «facultad» para emitir dinero inorgánico y/o de asumir una deuda relativamente alta con relación al PIB.
Finalmente, algunos países populistas-latinoamericano especialmente-, con posterioridad al fallecimiento del «líder» estructuran un populismo institucionalizado con eje en su «figura eterna», soslayando su obvia ausencia física y vinculo hipnótico mostrándolo permanentemente «vivo» (estatuas, bustos, murales, afiches, etc) e instrumentando en «su nombre» una política de «mano extendida» como herramienta para mantener elementos afectivos que obnubilen el pensamiento de muchos ciudadanos y burócratas al extremo de «secuestrarles el pensamiento» hasta hacerlos subordinados de un liderazgo de museo que permite adjetivar el presente con «ismos» como p.ej. «peronismo», con la finalidad de, por una parte, atenuar fallas gubernamentales mediante la «lealtad obligatoria», y por la otra convertirlo en el gran elector.
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