Tal vez por deformación de lector voraz no puedo adentrarme en una obra sin antes conocer (aunque sea de manera u tanto somera) a quien escribió el texto.
Y no me contento con las 120 palabras con las que las grandes editoriales europeas suelen presentarnos a los autores, sino que gusto en adentrarme en los pormenores de sus historias personales que muchas veces superan en ficción y drama a sus propias obras.
La realidad siempre supera a la cabeza más enfebrecida, a la creatividad más incisiva, a la pluma más atrevida. Es más, construimos la obra literaria desde el planeta Tierra, desde nuestras experiencias y las de otros, y no desde otras galaxias y seres extraterrestres.
Es a los escritores (humanos cuan más) a quienes nos habitan esos fantasmas literarios de los que tanto nos hablaron autores como William Faulkner, Ernesto Sabato, Juan Carlos Onetti, y el mismo Carlos Fuentes.
En la vida de los autores hallamos elementos fundantes de inmensos dramas, de inconmensurables tragedias y de hechos que superan lo más absurdo, ridículo y abyecto que se nos pueda presentar desde lo meramente autoral y literario. Y la vida de Miguel de Cervantes y Saavedra no escapa a ello. Es más, su ejemplo es aleccionador y arquetípico.
En tal sentido, José María Castro Calvo, de quien se inserta un magnífico ensayo preliminar al Don Quijote en la edición de lujo del Círculo de Lectores (1990), nos comenta: “Cuando Cervantes escribe está de vuelta de todo; Italia para él representa la educación humanística y platónica; las ruinas arqueológicas son indispensable escenografía donde resuenan las voces de los poetas; Lepanto si trae imagen de victoria lleva consigo igualmente testimonio de gran desilusión; Argel mundo podrido de aventuras y esclavitudes. De los primeros a los últimos años de su vida, todos están llenos de sufrimientos.”
En definitiva, este párrafo, leído con gran deleite antes de adentrarme en el territorio de La Mancha en mis años juveniles, produjo en mí una especie de morbo, de desazón, de inaudito desasosiego, que me impelió de inmediato a adentrarme en el mundo, ya no sólo de lo quijotesco (que era mi intención en principio, y que exploré en una única lectura, tal y como lo expresé en un artículo anterior que fuera por cierto muy comentado a través de las redes), sino también de lo cervantino, que paradójicamente me sumió en el desconcierto; en la más densa de las tristezas existenciales.
A todas luces, una antinomia que de alguna manera enriqueció mi lectura inicial y contribuyó sin duda a mi atrabiliaria y autárquica formación lectora. Quizás, a partir de entonces, se desarrolló en mí la atracción por los perdedores; es decir, aquellos seres (o personajes) que teniendo en sus manos todas las herramientas y posibilidades para alcanzar una vida dichosa y feliz, o para cumplir con sus más anhelados sueños, caen abatidos por el infortunio y la derrota.
Puede que esta especie de “masoquismo” sea también la respuesta a mi atracción por figuras literarias “malditas” tan entrañables para mí como Franz Kafka, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Fernando Pessoa, Juan Antonio Pérez Bonalde, Sor Juana Inés de la Cruz, Sándor Márai, Giussepi Tomasi de Lampedusa, Nietzsche, Federico García Lorca, Robert Walser, Emily Brontë, Joseph Conrad, Tulio Febres Cordero y Macedonio Fernández, que si bien, no se les podría catalogar como fracasados o perdedores, en el sentido lato del vocablo, habida cuenta de sus logros y “portentos” literarios, sus vidas personales y familiares estuvieron marcadas por la tragedia, por el desencuentro; por una especie de sombra que los llevó a vivir y a sufrir grandes horrores y tormentos.
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